(Epistole familiares, I,4.)
Para continuar con el tema del anillo y la magia, incluimos ahora la traducción de una carta de Petrarca, en la que se mencionan algunas propiedades más del anillo.
Cuentan que el rey Carlo, a quien osan equiparar con Pompeyo y Alejandro en el sobrenombre de Magno, amó perdida y pasionalmente a cierta mujercilla y se consumió por sus encantos, dejó de lado la fama que había acostumbrado procurar muchísimo, aun depuso los cuidados de su gobierno, hasta que se olvidó, primero, de todos los demás asuntos y, finalmente, de sí mismo. En ninguna otra cosa se complacía a no ser en estar abrazado a ella durante mucho tiempo y los suyos se indignaban y dolían por esto. Finalmente, cuando ya no quedaba esperanza, pues el amor insano había tapado los oídos del rey a los saludables consejos, una muerte inesperada se apoderó de la mujer que era la causante de los males. En un principio hubo gran alegría, aunque oculta, en el palacio, pero después un dolor más grave que el primero. Veían cuánto había sido corrompido el ánimo del rey por una enfermedad más vergonzosa, pues con la muerte de la mujer no disminuyó el furor, sino que se trasladó al propio cadáver obsceno y exangüe, que había sido perfumado con bálsamo y aromas, adornado con gemas y cubierto con vestidos púrpuras día y noche. No puede expresarse cuán discorde y dolorosa era la condición: los asuntos del que ama y del que es rey nunca pueden unirse sin pelear, pues son contrarios. ¿Qué otra cosa es el reino sino un dominio justo y glorioso? Por el contrario, ¿qué es el amor sino una vergonzosa e injusta esclavitud?
Así, pues, cuando llegaban al rey amante, o más bien demente, legados de pueblos, prefectos y regentes de las provincias para tratar asuntos importantes, él, mísero en su lecho, sacaba a todos, cerraba las puertas y se agarraba al cuerpecillo de su amada, llamándola como si respirara y fuera a contestar. Le contaba sus preocupaciones y trabajos. Le murmuraba tiernamente y le suspiraba en las noches. Le instilaba siempre dulces lágrimas de amor (horrible solaz de miseria).
En aquel tiempo un ministro se encontraba en la corte: un varón reconocido por su santidad y sabiduría (como lo cuentan) y, además, el primer consejero del rey. Él se compadeció de la situación de su rey y como se dio cuenta de que no había solución con remedios humanos, se tornó a Dios y continuamente le pedía, en él ponía su esperanza, de él pedía el final de los males, con muchas súplicas. Puesto que esto hizo durante mucho tiempo y no parecía desistir, cierto día fue reanimado con un milagro ilustre. Pues, así como al suplicante que, después de ofrecer rezos devotísimos, llena su pecho y el altar con lágrimas, así le sonó una voz desde el cielo: bajo la lengua de la mujer muerta se escondía la causa del furor del rey. Muy feliz por esto realizó con prontitud el sacrificio prometido y se apresuró al lugar en el que estaba el cuerpo. Después de que entró gracias a su conocidísima confianza con el rey, analizó a escondidas con su dedo la boca del cadáver, encontró una gema incrustada en un pequeñísimo anillo, bajo la fría y rígida lengua, y, dándose prisa, la quitó. No mucho después de que Carlomagno regresaba y, según su costumbre, se dirigía al deseado encuentro con su muerta, sacudido de repente por la imagen de árido cadáver se quedó frío y se horrorizó de tocarlo. Ordenó que se llevaran a la amada cuanto antes y que fuera enterrada. Después fue puesta su atención en el ministro, lo amaba, lo veneraba, todos los días lo abrazaba estrechamente, en fin, no hacía otra cosa que no fuera la opinión del ministro. No se alejaba de él ni de día ni de noche. Cuando el ministro, que era un varón justo y prudente, se percató de esto, determinó quitarse este peso, deseado por muchos, pero pesado para él, y, temiendo que atrajera una desgracia a su rey al caer en otras manos o al ser consumido en las llamas, sumergió el anillo en las profundidades de una laguna cercana. Por casualidad el rey se encontraba por esas aguas junto con sus aristócratas y desde esos tiempos este lugar fue elegido como sede de todas las ciudades. En él nada había más grato para el rey que la laguna y ahí se asentó. En esas aguas se deleitaba con gran placer por el olor como si le fuera gratísimo. Finalmente, transportó su palacio hacia este lugar y mandó a construir un templo muy costoso.